Paisaje 1
Habían dos gigantes dispuestos a esclarecer el sentido de la
eficiencia sin poner el tamaño como medida de tope o inicio, sin
kilómetros ni centímetros y muy lejos de los enanos, de hecho
los enanos yacían en sus miniaturas sin ningún apetito por la
expansión.
Cuando los gigantes estaban parados a lo largo sus sombras
oscurecían el mundo entero, por esto mismo iban a buscar el
espacio de luz donde este hecho no se consumara, buscaban
como erguir el aspecto que tiene la altura sin perfil y sin rostro para
que no rebotara en la otra realidad, eficiencia repetían, eficiencia
exclamaban...los enanos con sus orejitas recibían una señal
minúscula.
Avanzar al menos que así se sintiera, aunque el juego de las luces
y las sombras consumían el sol y ese pequeño espacio del sueño
en la noche, ellos querían avanzar porque no dormían, el deseo
del paso adelante en la penumbra era lo que había que extinguir,
el vahído, el vespertino, lo evaporado no iba hacia ningún lugar y
había que caminar y si caminaban avanzaban porque sí, porque
si esas extremidades tan largas existían, estaban presentes, los
hacían gigantes en su longitud, había que proceder, actuar aunque
fuera en una duermevela, en una ilusión de poder.
Vinieron dos a medias, en la medianía, entre por ahí y por acá, en
el purgatorio, entre que soy o estoy y acaso existo o pienso que soy
lo que creo que debiera estar aquí, sin consuelo deambulaban sin
espacio que dijera que lo hacían, en la nada, en la nada de nada.
Los medianos asomaron un cogote que si acaso alcanzaba para
serlo, y gritaban sin boca ni dientes y sin garganta pero gritaban
fuerte, una laringe y un espacio de notas se emitían por un aire que
se colaba por ningún lugar y salía el grito o hacía como si salía,
y los gigantes apenas escuchaban porque caminaban muy rápido,
y cada paso era una ópera de sonidos que silenciaba el paso en falso de los otros.
Tan medianos y relativos como los enanos que no podían legitimar su existencia.
No sabían si caminaban pero no hay registro que volaran.
Los gigantes consideraban además por absoluto inútil cualquier huella.
Grandes batallas, grandes propósitos con grandísimos ademanes
dignos de su porte caían mientras el grito de los medianos se
alzaba rompiendo el cielo al ladito del suelo.
El silencio de los enanos molestaba los tímpanos.
Reunidos los tres pares a escala sin distorsión alguna se
encontraron tratando de abrazarse, se buscaban para encajar y
besarse pero las extremidades se agitaban y caían colgadas a los
lados sin contacto, abatidos y cansados reintentaban la búsqueda
por cazar el abrazo pero no podían.
Así se pasaron un trecho largo y corto y tan mediano que no
pudieron avanzar ni llegar y comenzaron las risas destempladas y
aullantes como los ladridos de los perros cuando les pisan la cola,
una jauría de lamentos y ovaciones era el tono general.
Unas pulgas vulgares y corrientes que andaban dando vueltas por
ahí se reventaban solas por inercia y hartazgo y manchaban de
sangre un espacio cualquiera, no caminaban ni saltaban porque
eran pulgas inertes en apariencia, mantenían en secreto los
avances, el movimiento y las búsquedas, sólo mantenían la eficiencia de picarlos.
Los enanos eran los primeros en darse cuenta y con sus pequeñitos
ojos se miraban la piel y veían muy poquito la marca de la pulga
que ocupaba todo el volumen de sus cuerpos.
Los medianos medían los perímetros de distancia que había entre
cada picada y otra con su ilusión por el infinito territorio del cual
siempre ocupaban la mitad, sus cuerpos estaban marcados por
las picadas de las pulgas y por los dibujos de las líneas que ellos
mismos trazaban.
Los gigantes no veían las picadas de las pulgas y se las
imaginaban, al hacerlo la dimensión de la aureola era tan grande
como ellos y ya no sabían distinguir entre la realidad de sus cuerpos
y el concepto del más allá, el sentimiento de una picada o la emoción de la
sangre.
Las pulgas habitaban el mundo con un sosiego apabullante y
escuchaban los gritos de dolor y ensueño y se los replicaban con
entusiasmo a las hormigas y a las raíces de los árboles. Ni la tierra ni el cielo
sabían de su existencia pero a las pulgas no las desvelaba el
reconocimiento, eran, estaban, picaban y chupaban sangre en
plenitud con la desgracia de estar vivas, quizás, y chupar sangre o morir era
solemne y verdadero, o al revés, era muy poca cosa saberlo .