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EL PALACIO DE TANENBRAUM

Era una mañana de sábado magnífica, así que la muchacha cogió su bicicleta amarilla y salió a recorrer las calles de su pequeño barrio, por aquí y por allá, sin rumbo.

Al doblar una esquina algo asombroso llamó su atención. En lo que antes era un sitio eriazo, un peladero como dirían algunos con escombros y basuras, se extendía a su vista un inmenso prado verde cuajado de pequeñas florecitas, pero que extrañamente tenían caritas sonrientes entre los pétalos como sucede en los cuentos de hadas y duendes.

Se refregó los ojos para borrar el paisaje de ensueño que estaba mirando, pero en vano, todo continuaba estando allí.

Se bajó de su bicicleta y llevándola a su costado, se adentró caminando en el campo de flores bajo un cielo despejado y brillante, sin una sola nube, mientras una pequeña brisa le movía el pelo y la falda.

Entonces escuchó o creyó oír unas risitas chillonas y voces como las que se escuchaban en el colegio cuando salía al recreo. Los sonidos subían desde sus pies. Asombradísima vio que eran las florcitas las que hablaban sin parar con sus voces diminutas y agudas, todas a la vez, como si fueran miles de cotorras. Afinando el oído escuchó que era precisamente de ella que estaban parloteando, diciendo:

-¡Es una intrusa!

-¡Es una flacucha!

-¡Lleva una falda corta! Ji,ji,ji.

-¡Y unos zapatos con cordones!

-¡Pero qué mal gusto! Ji,ji,ji.

-¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

-¡Qué torpe! No se fija por dónde camina.


Le dio rabia, como siempre sucede cuando hablan y se burlan de uno a nuestras espaldas. ¿Qué se creían esas enanas pergenias e insignificantes? Le dieron ganas de aplastarlas con sus zapatillas una por una. Pero lo pensó mejor y mirándolas amenazante -¡Cállense!, les gritó.

 



A las floruchas se les pararon los pétalos de susto y se quedaron mirándola completamente mudas, apretando los labios para que no salieran palabras de sus diminutas bocas.

Le dieron ganas de reír de verlas tan ridículas con sus boquitas apretadas, pero se contuvo. Pensó más bien en asustarlas un poco más, pero desistió pues no quería parecer una loca hablando sola con las flores. Decidió mejor seguir caminando empujando su bicicleta para ver que otras sorpresas había en este parque extraordinario.

No había dado dos pasos cuando se elevó nuevamente el zumbido de las vocecitas a su espalda y por todos lados.

Se dio vuelta bruscamente y todas se callaron como si estuvieran jugando al “Un, dos, tres, muda es”.

-¿Qué están diciendo de mí? Las interrogó haciéndose la enojada.

De inmediato todas las parlanchinas se pusieron a hablar al unísono, de modo que era imposible entender más que unas pocas frases sueltas e incoherentes.

-¡No tiene modales!

-¡Yo la encuentro linda! Ji,ji,ji.

-¡Si se pone a llover se moja! Ji,ji,ji.

-¡Es que ella no sabe!

-¡Silencio! Gritó otra vez. Y el silencio fue inmediato. Ya no podía aguantar la risa, eran como viejas metiches y copuchentas, pero hablándoles muy duramente les dijo:

-Quiero que solamente una hable. ¡Tú! Y apuntó con su dedo a una florcita lila que estaba a punto de ser aplastada por la rueda de su bicicleta.

La florcita se puso como un pavo real, tan contenta estaba de tener la maravillosa y tal vez única oportunidad en su vida de ser escuchada en silencio por todas sus compañeras y habló así:

-Decíamos, simplemente, que no es posible que estés en el parque del Palacio de Tanenbrum. Que alguien tiene que informarle a los guardias y que tienes que irte inmediatamente de aquí, pues no aceptamos intrus…, perdón, extraños.

Hizo una pausa para poder respirar y otra flor aprovechó inmediatamente el momento diciendo:

-¡Tu no eres de aquí, eso se nota enseguida!

Y otra flor desembuchó, mirando despreciativa la bicicleta: -Deberías usar un caballo y no esos fierros con ruedas.

 -Andas mostrando las canilla, ji, ji, ji, se burlaba otra.

-Ella no tiene más autoridad que nosotras, comentaban por allá.

Por todos lados las quisquillosas flores habían comenzado nuevamente a hablar todas a la vez, levantando lo más que podían sus diminutas voces para hacerse oír.

Tapándose los oídos, decidió no hacerles más caso y seguir su camino. No valía la pena quedarse a escuchar a esas charlatanas y menos ponerse a discutir con ellas. Había que echar un vistazo al parque antes de que aparecieran los supuestos guardias.

Dejó la bicicleta sobre el pasto entre airadas vocecitas que reclamaban por el atropello y avanzó por el prado.

A su derecha se abría un caminito de conchuelas nacaradas y el olor de la brisa marina llegó hasta ella. Al doblar un recodo, detrás de dos altos pinos, un hermoso palacio de piedras blancas con ventanales y amplias terrazas que colgaban sobre el mar surgió ante sus admirados ojos. Y boquiabierta aún, vio en el elaborado jardín a una niña que parecía de su misma edad y que jugaba sola alrededor de una fuente ricamente decorada.

No podía verle la cara, pero tuvo la impresión de que eran muy semejantes, el color y largo de pelo, la estatura, el peso, en fin. Sólo que la niña vestía con ropas muy antiguas, un vestido largo y dorado, con mangas largas y anchas. Permanecía inclinada removiendo suavemente el agua con una varilla y luego corría alrededor de la fuente como persiguiendo pececitos de colores.

Entonces para su sorpresa, la niña se volvió a mirarla y la muchacha vio y creyó que era su hermana gemela, idénticas como dos gotas de agua. Los mismos ojos verdes, la misma nariz, la misma boca.

No pudiendo salir de su asombro, la princesa en cambio le sonreía divertida, como si esto de ser iguales fuera para contarlo de chiste.

-Otra más que se quiere reír de mí, pensó para sus adentros la muchacha y armándose de valor le preguntó:

-¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

-Tus ropas, esa falda que no te tapa las rodillas, esos zapatones con cordones, tu cara de asombro. El enano Oguro se quedaría pasmado de verte, le contestó la princesa muy desenvuelta, con la franqueza y confianza de dos buenas amigas.

Le dieron ganas de preguntar quién era el enano ese, pero prefirió ser cautelosa y averiguar más sobre esta curiosa semejanza que la tenía intrigada.

-Te aburres mucho-. Escuchó que le decía la princesa, continuando la conversación.

-¿Por qué piensas eso? Le preguntó la muchacha.

-¿A caso no es verdad? Le contestó la princesa con seguridad, como si estuviera enterada de todo.

-Sí, confesó la muchacha, a veces me aburro, no sé qué hacer y me doy vueltas por la casa, prendo y apago el televisor, abro y cierro el refrigerador, subo y bajo la escala, salgo y entro, me aburro horriblemente.

La princesa la miró feliz y le dijo:

-Yo no tengo amigas, ni televisión, ni patines, ni bicicleta, sólo al enano Oguro que me tiene que hacer reír, aunque nunca lo consigue, porque me gusta reírme de los chistes que yo misma invento, porque a mí me gusta entretenerme con las cosas y juegos que yo misma creo. Así estoy siempre ocupada y las horas se van volando. Ahora que has llegado tú, todo será entonces por partida doble, el doble más divertido, el doble de la risa, el doble más ocupada y el doble de cosas que sucederán.

-No entiendo, exclamó la muchacha, no sé por qué somos tan iguales, por qué sabes que me aburro, quién es el enano ese y cuáles son las cosas que sucederán. Ni siquiera sé si estoy soñando, dijo la muchacha afligida. Lo único seguro es que debo volver a casa, me imagino que he estado toda la mañana afuera y ya debe ser hora de almorzar.

-No te preocupes, le dijo la princesa, todo tiene una explicación y continuó. Somos iguales porque yo soy parte de ti. Sé que te aburres porque de otra forma no habrías llegado al Palacio de Tanenbrum y puedes marcharte cuando quieras, pues ya sabes cómo llegar. Cuando regreses sucederán todas las cosas, que como esta, tú quieras y puedas imaginar.

-Como vez, dijo la princesa para terminar, todo es simple y fácil.

Respirando hondo, la muchacha se sonrió y recogiendo su bicicleta amarilla se acordó de las florcitas habladurientas que ya no estaban,  del caminito de conchuelas, del palacio y la princesa y le dieron ganas de reír.  Son maravillosas todas las cosas de la imaginación. La próxima vez, pensó, voy a visitar el mundo de los conejos del reino de Tanenbrum. Así, alegre y sonriente pedaleando en su bicicleta dio otra vuelta por el barrio y regresó a su casa, pues ya era hora de almorzar.

 

 

 

                                           FIN

 

 

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